Abrir la autonomía implica: que el gobierno universitario incorpore a representantes sociales y estatales con el 40% del voto en el Consejo Universitario; y que la investigación universitaria produzca conocimiento nuevo y, a la vez, trabaje como Observatorio de Políticas Públicas, haciendo informes y evaluaciones de esas políticas.
Guillermo Mariaca Iturri / La Razón (Edición Impresa)
00:01 / 02 de agosto de 2015
La educación en América Latina es ahora un derecho generalizado. La educación básica, se entiende, pero también cada vez más la educación superior. Sin embargo, tenemos muy serios problemas. Se acabó la etapa de expansión fácil que rigió en las últimas décadas del siglo XX. Hoy, para explicar el lugar de la educación en la sociedad, no basta con afirmar que es el espacio público de socialización por excelencia. Ahora es inevitable ir más allá y proponer una escuela social y no solo nacional, y una universidad política y no solamente académica.
El laberinto universitario alcanzó las características del autismo. Como define un diccionario cualquiera, el repliegue patológico de la institución sobre sí misma. Y eso se nota particularmente en procesos electorales. Cuando todas las candidaturas presentan sus programas repitiendo 30 años de lo mismo. “Vivan la autonomía universitaria y el cogobierno docente estudiantil. Muera el imperialismo. Hay que mejorar la gestión. Hay que fortalecer la institucionalidad. Hay que seguir luchando por el presupuesto universitario”. Eso sería todo. Que la decadencia continúe.
Por eso hoy trabajar para devolver el sentido social a la escuela y a la universidad tiene importancia estratégica. En el caso de la educación superior, a través del pacto educativo, es decir, teniendo la voluntad de someterse a un debate público con todos los actores para devolverle su lugar como política pública central.
La universidad boliviana hizo dos aportes históricos en estas décadas democráticas. El primero, sin duda, es haber constituido la reserva moral de la nación en épocas de dictadura. Cuando el sindicato minero y la izquierda socialista eran la reserva democrática, la universidad los cobijaba en ese rincón en el que la ética política no permitía el ingreso de la cultura autoritaria. El segundo ha sido la construcción de ciudadanía, es decir, ejercicio de derechos y no solo práctica democrática. Porque la expansión de las libertades supone la existencia de una institución que las forje y que inculque en la gente la conciencia de su ejercicio.
Pero creo, lamentablemente, que eso es todo. En momentos de institucionalidad democrática ciertamente no fue poco. Sin embargo, una de las pocas instituciones que la hizo nacer, no fue capaz de acompañarla en su crecimiento y maduración. Y aquí radica el punto neurálgico. Hace 15 años la Unesco promovía la participación universitaria en los valores fundamentales de la democracia y la vivencia profesional como un servicio público, porque se tenía la conciencia de que la más importante institución de educación superior había ingresado en una crisis estructural. Una crisis que, en el país, puede ser calificada como una crisis de irrelevancia generada por el autismo.
La universidad pública de hoy no es la de ayer. La de ayer: la del 30 y la autonomía institucional, la del 52 y la autonomía ante el Estado, la del 70 y el cogobierno docente estudiantil, la del 82 y la vinculación con las necesidades sociales, era, finalmente, una sola. Era una universidad pública y nacional cuando ambas necesidades convergían en la democracia. Esto explica, entonces, aquello de que la universidad era la reserva democrática. Esto explica, también, que la universidad hoy no es la de ayer porque ninguna de esas responsabilidades la caracterizan institucionalmente.
¿Será posible, con una sola medida, hacer nuevamente de la universidad un motivo de orgullo nacional? ¿Podrá la misma universidad, sin esperar presiones ni desprecios ni exigencias, crecer a la altura del desafío histórico de esta oportunidad? Creo que sería posible porque la medida es simple y es un detonante de transformaciones profundas: abrir la autonomía.
Hoy la autonomía universitaria se ha convertido en una sordera estructural. Hoy la autonomía es apenas el pretexto para el ensimismamiento. Es entonces, reitero, imprescindible abrir la autonomía. Cuando el gobierno universitario se componga de docentes, estudiantes, representantes sociales y delegados estatales, se institucionalizará una autonomía con responsabilidad social y la universidad asumirá su calidad de bien público. Así podrá renacer del rescoldo de esa autoridad moral de la nación que la convirtió en una de nuestras pocas esperanzas democráticas.
En términos de gestión, abrir la autonomía implica dos decisiones: Que el gobierno universitario incorpore a representantes sociales y delegados estatales con el 40% del voto en el Consejo Universitario;que la investigación universitaria se materialice produciendo conocimiento nuevo y, a la vez, trabaje como el Observatorio de Políticas Públicas, produciendo anualmente informes y evaluaciones de esas políticas.
Si la universidad incorpora a la sociedad y al Estado en su toma de decisiones, su responsabilidad social alcanzará un impacto estatal —contribuirá a profundizar la democracia— y un impacto social —el ejercicio profesional como servicio público. Pero, al mismo tiempo, no solo debería responder a esas demandas, sino generar desde adentro actitudes y disposiciones. Así, el conocimiento no será un monopolio ni el desarrollo institucional una sucesión fragmentada de cortos plazos y se convertirá en una vocación por la redistribución del conocimiento, de manera que éste genere igualdad de oportunidades, generalizando los doctorados gratuitos, financiando mucho más la investigación y, muy enfáticamente, participando en las iniciativas municipales que posibiliten una mayor calidad de la educación básica.
Uno de los problemas básicos que enfrentamos en Bolivia es que nuestro diseño constitucional hace imposible la fiscalización de las políticas públicas desde el propio Estado. Todos los poderes obedecen, ovejunamente, al Ejecutivo. Por consiguiente, la sociedad está obligada a construir algo que le permita contar con información transparente y haga posible realizar la fiscalización, porque el uso y destino de los recursos públicos es del mayor interés de todos los ciudadanos. La universidad es la única institución que cuenta con el capital cognitivo y los recursos humanos para analizar la información y observar el uso de nuestros recursos. Sus muchos institutos de investigación cubren el espectro de todas las políticas públicas y le permitirían cumplir con eficiencia el rol de los observatorios desde la perspectiva de los intereses de la sociedad. Porque la responsabilidad no solo tiene que ver con el impacto directo de los académicos en la sociedad, sino, sobre todo, con la manera cómo la universidad internaliza las demandas y genera una disponibilidad a cumplir casi espontáneamente con las expectativas sociales. Se trata, por consiguiente, de que la responsabilidad social sea tanto una política institucional impulsada desde la sociedad como un valor académico generado por la propia vida universitaria.
La universidad boliviana está muy lejos de asumir su responsabilidad social como parte integral e imprescindible de su vida institucional. Seguramente esta es una de las razones por la cual su presencia en el país es tan poco relevante. Pero, al mismo tiempo, es una de sus paradójicas oportunidades para volver a ocupar un lugar como protagonista en el diseño de nuestro propio horizonte nacional. Si no se transforma, la propia sociedad deberá asumir esa tan difícil y compleja responsabilidad. Porque caso contrario, nos espera una educación mercantil, es decir, la lenta agonía pero inevitable muerte de la educación pública. Y, por consiguiente, estaremos condenando a la inviabilidad a la sociedad educadora; una de las muy pocas, si no la única vía, para hacer del diálogo de saberes, no de la lucha por el poder, el eje organizador de un país intercultural.